Purgatorio 

15.12.2021

Por Eudaldo Forment

1488. --¿Existe el purgatorio?

--La existencia del purgatorio es dogma de fe. En el II Concilio de Lyon, en 1274 -al que tenía que asistir Santo Tomás, pero murió sorprendentemente cuando se dirigía al mismo-, en la profesión de fe, que fue propuesta a los ortodoxos, se decía sobre los difuntos: «Y si verdaderamente arrepentidos murieren en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus comisiones y omisiones, sus almas son purificadas después de la muerte con penas purgatorias o catarterias».

Se añadía seguidamente: «Y para alivio de esas penas les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que, según las instituciones de la Iglesia, unos fieles acostumbran hacer en favor de otros»[1].

En cambio, se precisaba a continuación: «Mas aquellas almas que, después de recibido el sacro bautismo, no incurrieron en mancha alguna de pecado, y también aquellas que después de contraída, se han purgado, o mientras permanecían en sus cuerpos, o después de desnudarse de ellos, como arriba se ha dicho, son recibidas inmediatamente en el cielo»[2].

El Concilio de Trento , en el canon 30, del Decreto de la justificación, frente al error protestante, definió: «Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal manera se le perdona la culpa y se le borra el reato de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda reato alguno de pena temporal que haya de pagarse o en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos, sea anatema»[3].

1489. --¿Qué había dicho el Aquinate sobre esta verdad definida, que entonces sólo era enseñada por la Iglesia como verdad definitiva?

--En la Suma contra los gentiles, en el capítulo dedicado a los lugares del más allá, afirma la existencia de la verdad sobrenatural de la existencia del purgatorio, -que todavía era una verdad definitiva, y, por tanto, ya irrevocable, de manera que su negación implicaba no estar en plena comunión con la Iglesia-, con la siguiente prueba teológica: «Se ha de tener en cuenta que, por parte de los buenos, puede haber algún impedimento para que sus almas reciban, una vez libradas del cuerpo, el último premio, consistente en la visión de Dios. Efectivamente, la criatura racional no puede ser elevada a dicha visión si no está totalmente purificada, pues tal visión excede toda la capacidad natural de la criatura. Por eso se dice de la sabiduría que: «nada manchado hay en ella» (Sb 7, 25), y en Isaías: «Nada impuro pasará por ella» (35, 8)».

Además: «Sabemos que el alma se mancha por el pecado, al unirse desordenadamente a las cosas inferiores. Pero de esta mancha se purifica en realidad en esta vida mediante la penitencia y los otros sacramentos, como ya se ha dicho más arriba. Pero a veces acontece que tal purificación no se realiza, permaneciendo el hombre deudor de la pena, ya por alguna negligencia u ocupación, o también porque es sorprendido por la muerte».

Le queda todavía, por tanto, un reato de pena, o débito por la culpa. «Mas no por esto merece ser excluido totalmente del premio, porque pueden darse tales cosas, sin pecado mortal, que es el único que quita la caridad, a la cual se debe el premio de la vida eterna, como se ve por lo dicho en el libro Tercero (c. 143). Luego, es preciso que sean purgadas después de esta vida antes de alcanzar el premio final».

Debe afirmarse que: «esta purificación se hace por medio de penas, tal como se hubiera realizado también en esta vida por las penas satisfactorias. De lo contrario estarían en mejor condición los negligentes que los solícitos, si no sufrieran en la otra vida la pena que por los pecados no cumplieron en esta. Por consiguiente, las almas de los buenos, que tienen algo que purificar en este mundo, son detenidas en la consecución del premio hasta que sufran las penas satisfactorias. Y esta es la razón por la cual afirmamos la existencia del purgatorio».

Se confirma, por una parte, porque es una «posición refrendada por el dicho del Apóstol: «Si la obra de alguno se quemase, será perdida; y él será salvo, como quien pasa por el fuego» (1 Cor 3, 15)». Por otra, porque: «A esto obedece también la costumbre de la Iglesia universal, que reza por los difuntos, cuya oración sería inútil si no se afirmará la existencia del purgatorio después de la muerte. La Iglesia no ruega por quienes están en el término del bien o del mal, sino por quienes no han llegado todavía»[4].

1490. --¿Da el Aquinate otras pruebas de la existencia del purgatorio?

--En la Suma teológica, Santo Tomás presenta otra prueba teológica, para mostrar «la existencia del purgatorio después de esta vida». Argumenta: «si borrada la culpa por la contrición, no se quita del todo el reato de pena, como tampoco siempre que se nos perdonan los pecados mortales, se nos condonan los veniales, y la justicia de Dios exige que el pecado se repare con la debida pena, es menester que quien muere tras la contrición y absolución de él, antes de la conveniente satisfacción, sea castigado después de esta vida»[5].

Indica también que la existencia del purgatorio se encuentra afirmada en la Sagrada Escritura. Así: «se dice en el segundo Libro de los Macabeos: «Santa y saludable es la costumbre de orar por los difuntos, para que les sean perdonados los pecados» (2 Mac 12, 46)».

Según lo que se afirma en este pasaje, infiere que: «no hay que orar por los difuntos que están en el paraíso, ya que no lo necesitan: luego tampoco por aquellos que están en el infierno, pues no les pueden ser perdonados sus pecados. Por lo tanto, hay quienes, no estando totalmente libres de sus pecados después de esta vida, necesitan serlo. Y ésos viven en caridad, sin la cual no puede haber remisión de los pecados, porque «la caridad cubre todos los delitos» (Prov. 10, 12). Por donde se sigue que no irán a la muerte eterna, pues «el que vive y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 26). Tampoco irán a la gloria sin estar purificados, ya que nada puede entrar en ella que sea inmundo, como se lee en el Apocalipsis (21, 27; 22, 15). Luego alguna expiación queda para después de la vida»[6].

Otra confirmación de la existencia del purgatorio es la siguiente: «Dice San Gregorio de Nisa: «Si alguno, en amistad con Cristo, no pudiese en esta vida purificarse del todo de sus pecados, se purificará después de la muerte por el fuego del purgatorio» (Or. Difunt.). Por tanto, hay lugar de purgación después de esta vida»[7].

Por consiguiente: «quienes niegan el purgatorio hablan contra la justicia divina, a causa de lo cual es erróneo y ajeno a la fe. De aquí que San Gregorio Nisa añade a lo dicho las siguientes palabras: «Predicamos eso, guardando el dogma de la verdad, y de esta manera lo creemos» (Or. Difunt.)»

Por todo ello: «la Iglesia universal hace «orar por los difuntos, para que les sean perdonados los pecados» (2 Mac 12, 46). Lo cual no puede sobreentenderse sino de aquellos que están en el purgatorio. Y quien se opone a la autoridad de la Iglesia incurre en herejía»[8].

1491. --Podría objetarse contra la existencia del purgatorio que no hay lugar para el mismo en la otra vida, porque: «la misma relación que hay entre la caridad y el premio, es la que existe entre el pecado mortal y el suplicio eterno» y, por ello, «así como los que mueren en pecado mortal son inmediatamente llevados al suplicio eterno, así los que mueren en caridad van en seguida al premio eterno»[9]. ¿Cómo resuelve el Aquinate esta dificultad?

--Sobre la relación en que se basa la objeción, observa Santo Tomás que: «El mal no tiene una causa perfecta, «sino que nace de defectos singulares; más el bien brota de una causa perfecta» como dice Dionisio (Los Nomb. Divinos, c. 4, 30). Y, por eso, cualquier defecto impide la perfección del bien, mas no cualquier bien impide cierta consumación del mal, ya que nunca existe el mal sin algún bien».

Por la carencia de esta simetría se explica que: «el pecado venial impide a quien tiene caridad que llegue al bien perfecto, a saber, a la vida eterna, mientras purga. En cambio, el pecado mortal no puede impedir por un bien adjunto que no conduzca al instante, al último de los males»[10].

De manera que: «El que comete un pecado mata las obras buenas hechas anteriormente, y las que realiza estando en pecado mortal son obras muertas; porque, ofendiendo a Dios, merece perder todos los bienes que tiene de Dios. Por donde no hay premio alguno, después de esta vida, para aquel que muere en pecado mortal»[11].

1492. --No parece difícil comprender que los pecados veniales no perdonados, con la satisfacción de la pena correspondiente, tendrán que serlo después en la otra y satisfacer la pena en el purgatorio. ¿Por qué muchas veces no se tiene en cuenta que también tendrán que purgarse las penas no satisfechas totalmente en esta vida de los pecados mortales y veniales ya perdonados?

--Sobre esta común ignorancia de las penas temporales no satisfechas por los pecados, notaba John Henry Newman que: «hombres que en su juventud o madurez vivieron de manera insensata, sin ningún control sobre sí mismos (...) cuando se asientan en la vida, o por cualquier otra causa, se vuelven más serios, y se convierten en lo que solemos llamar personas respetables y de provecho», por un lado: «el mundo (...) suele ser muy generoso, o más bien indulgente. Pasa por encima de lo ocurrido, mirándolos y tratándolos exactamente como si nunca se hubiesen torcido»[12].

Por otro lado, los hombres religiosos ante la apariencia actual de estos hombres: «concluyen que Dios ha perdonado absoluta y totalmente todo lo ocurrido, como si nunca se hubiera cometido». Con ello: «otorgan lo que no está en su poder otorgar, hablando y actuando como si a ellos perteneciera conceder la divina «absolución y remisión» de los pecados»[13], es decir, la absolución de la culpa y la remisión de la pena o castigo.

Las consecuencias de tal trato a estas personas son, en primer lugar: «hacer que se olviden de que algunas fueron pecadores y considerar que están al mismo nivel que aquellos que no fueron nunca pecadores». En segundo lugar, con ello: «se logra que nunca contemplen con temor su vida pasada. Más bien, cuando hablan de ella, lo hacen a veces en un tono impregnado de cierta ternura y afecto hacia sus antiguas hechuras».

Incluso podemos encontrar en un caso exagerado: «el de ese hombre que casi considera sus pecados como un medio de entrar en el favor de Dios, como una especie de necesaria preparación a la mejor comprensión de los asuntos espirituales».

De manera que todas estas personas: «poco o nada se inquietan pensando que sus pecados pasados, bien por sus consecuencias, bien porque Dios los tenga en cuenta, puedan suponer para ellos una rémora en el presente»[14].

1493. --¿Hay más consecuencias del olvido de la remisión de las penas por los pecados ya perdonados?

--Advierte Newman que, además de esta «mentalidad común», hay una segunda actitud en estas mismas personas, pues: «piensan que una vez cometido, ya no tendrá más consecuencia. Cuestiones como la culpa, la mancha del pecado, o el castigo que merece no se les alcanzan. Nada es más corriente entre los más distintos géneros de personas que pensar que Dios olvida nuestros pecados tan pronto como los olvidamos nosotros mismos»[15].

Así personas que: «experimentan una tentación, y que por un motivo u otro, gracias a Dios, escapan de ella. Eso ocurre bien porque la tentación sobrevino antes de que sus mentes pudieran consentir en el pecado o porque tenían el espíritu distraído en otra cosa. Tales personas están: «por extraño que parezca molestos consigo mismos por no haber caído en el pecado que la tentación les proponía»[16].

Piensan: «como si fuera cosa indiferente, como si en caso de haber caído, no se hubiesen vuelto peores de lo que realmente eran. Hubieran «disfrutado el goce pasajero del pecado» (Hb 11, 25), pero, por decirlo así, han perdido una oportunidad. Está claro que quien tal piensa, no entiende que el pecado deja realmente un peso en el alma, y que tiene que quitárselo de encima»[17].

Este y otros muchos ejemplos ilustran la creencia muy extendida que el pecado: «se perdona en cuanto deja de ser cometido; o en otras palabras, que la enmienda ya constituye una expiación»[18].

Con estas dos actitudes, no es extraño que no se tenga en cuenta la existencia del purgatorio, porque como recuerda Reginald Garrigou-Lagrange: «La razón principal de la existencia del purgatorio es (...) la necesidad de una satisfacción por nuestros pecados, tanto mortales como veniales, ya remitidos. En el purgatorio hay una satisfacción voluntaria, que suple lo que ha faltado en la Tierra como satisfacción propiamente dicha»[19].

El eminente tomista se refiere a continuación a: «otras dos razones teológicas que prueban la necesidad y la existencia del Purgatorio; y es que subsisten a veces en el alma justa, en el instante en que se separa del cuerpo, pecados veniales, y hay también las consecuencias de los pecados remitidos, llamadas «reliquiae peccati», o restos del pecado. Ahora bien, nada manchado puede entrar en el Cielo; se necesita, por consiguiente, una purificación que limpie de estos obstáculos el acceso a la visión de Dios»[20].

Por consiguiente, son tres: «las razones teológicas que prueban la necesidad y la existencia del Purgatorio: frecuentemente hay que sufrir una pena temporal por los pecados ya remitidos; y a esto se añaden con la mayor frecuencia pecados veniales aún no perdonados; y hábitos defectuosos, reliquias de los pecados ya perdonados. Estos hábitos viciosos, adquiridos sobre la Tierra, desaparecen, con la muerte, en su elemento sensitivo, pero siguen subsistiendo como disposiciones desordenadas de la voluntad»[21].

1494. --Se podría pensar, como escribe Newman que: «los méritos de nuestro Señor Jesucristo son suficientes para limpiar cualquier pecado». Si «en verdad los limpian», ¿cómo se explica la necesidad aún de satisfacer en el purgatorio?

--Responde Newman que es cierto, pero no se tiene en cuenta que la cuestión: «consiste en saber si (nuestro Señor Jesucristo) ha prometido aplicar sus méritos sobreabundantes de manera inmediata a personas que no han hecho otra cosa que cambiar de vida. Con toda seguridad, si alguna verdad queda clara en la Biblia, es que Él concede su gracia a los que la solicitan, y solo a ellos»[22].

Advierte que, no obstante: «la mayor parte de los hombres no se toman la molestia de pedir, es decir, de arrepentirse; sino que piensan que el cambio, aparente cambio o mejoría pueden hacer por sí mismos las veces de arrepentimiento, como si fuera un medio, casi sacramental diríamos, capaz de otorgar el perdón por su propia virtualidad, de una vez y para siempre».

Si tienen un mayor conocimiento religioso, unos: «piensan que el estado de gracia en que se hallan actualmente es susceptible por sí mismo de absorber y consumir todo pecado en cuanto aparece en el corazón». Otros: «piensan que la fe tiene el poder de suprimir y aniquilar el pecado, de modo que nada queda en su conciencia de lo que tengan de arrepentirse. Consideran que la fe sustituye al arrepentimiento»[23].

Sin embargo, replica Newman, en su respuesta, que: «un hombre puede gozar del favor divino sin que sus pecados estén enteramente perdonados; que la fe puede devolverle, a él como persona, el favor divino, pero que una dilatada penitencia es el único remedio capaz de curarlo de sus pasados extravíos; que la fe lo lleva a recuperar el favor de Dios inmediatamente, de manera que pueda recibir la gracia de arrepentirse continuamente»[24].

También Garrigou-Lagrange explica que afirman los protestantes: «Cristo Redentor ha satisfecho ya sobreabundantemente por todas nuestras culpas». Sin embargo, «la Tradición ha respondido siempre: Los méritos de Cristo son ciertamente suficientes para rescatar la humanidad entera; pero es, no obstante, necesario que nos sean aplicados para que resulten eficaces; y nos son aplicados en el Bautismo, y después de una recaída, por el sacramento de la Penitencia, del que forma parte la satisfacción»[25].

No es extraño, porque: «Del mismo modo que la Causa primera no hace inútiles las causas segundas, sino que les confiere dignidad y eficacia, los méritos de Cristo no hacen inútiles los nuestros, sino que los suscitan para hacernos trabajar por Él y con Él por la salvación de las almas y de la nuestra en especial».

Nota que, por ello: «puede decir San Pablo: «Ahora estoy lleno de alegría al sufrir por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos De Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24)»[26].

Sobre este pasaje, comentaba Santo Tomás que: «estas palabras superficialmente tomadas, pueden entenderse mal, en el sentido de que la Pasión de Cristo no fue suficiente para la redención (...) Pero esto es herético, porque la Sangre de Cristo es suficiente para la Redención no de uno, sino aun muchos mundos (1 Jn 2, 2)».

Sin embargo, por una parte: «Cristo y su Iglesia son una persona mística, cuya cabeza es Cristo y su cuerpo todos los justos». Por otra: «Dios ordenó en su predestinación, la cantidad de méritos que debe haber en toda la Iglesia, tanto en la cabeza, como en sus miembros (...) Cierto que los méritos de Cristo, cabeza, son infinitos, pero cada santo contribuye, según su capacidad o medida con algunos méritos»[27].

Concluye Garrigou, por todo, que: «negar la necesidad de la satisfacción en este mundo, y de la satisfacción en el purgatorio, conduce a la negación de la vida reparadora, e incluso a la negación luterana de la necesidad de las buenas obras, como si la fe sin las obras fuese suficiente para la justificación y para la Salvación»[28].

1495. --¿No es contradictorio afirmar que «Dios ama a un hombre» y también que «aún alberga restos de su pasado disgusto en contra suya»?

-- A esta dificultad Newman responde que nos parece hallar contradicción en esta doctrina de la satisfacción de las penas por el pecado, porque: «somos tan profundamente ignorantes de Él, cuyos pensamientos y caminos no son en absoluto los nuestros, que vistas las pruebas que de ello tenemos en su Palabra inspirada, lo más sabio será dejar las dificultades para Aquel que a su tiempo las resolverá»[29].

No obstante, conocemos que: «su amor no excluye necesariamente su cólera, ni su favor excluye su severidad, como no lo hace su gracia con su justicia. Cómo reconcilia estos extremos, no lo sabemos lo más que sabemos es que aquel que abandona su vida de pecado, y por la acción de la gracia vuelve a Él, se atrae su favor y obtiene lo necesario para su situación actual; pero que todo su pasado se vea inmediatamente perdonado, eso no lo sabemos»[30].

Todo ello lo prueban varios pasajes de la Escritura. Así: «cuando David, por ejemplo, dijo a Natán: He pecado contra el Señor», este acto de arrepentimiento le fue extremadamente provechoso. «Natán le respondió: 'El Señor ya ha perdonado tu pecado. No morirás'». El principal de la deuda le había sido remitido, no sin que el profeta siguiera diciendo: «Pero, por haber ofendido al Señor con esta acción, el hijo que te ha nacido morirá» (2 S 12, 13-14). David se encontró con que su pecado iba a ser castigado después de que este hubiese sido perdonado»[31]. Había sido perdonada su culpa, pero tenía que sufrir un castigo, una pena.

Lo que hizo entonces David fue: «suplicar a Dios, realizó actos de penitencia, de manera que la vida de fe y oración que en él había sido restaurada pudiera constituirse en pararrayos de la ira divina». Aunque, sin embargo, a los siete días murió el niño.

Por tanto, a David: «no se le ocurrió tomar esa restauración como una prueba de que Dios no fuera a castigar». De la misma manera: «tampoco tenemos nosotros ningún derecho a pensar que porque Dios se digna obrar en nosotros el bien, nuestro pasado nunca más se levantará ante nosotros para juzgarnos».

No tenemos seguridad ninguna, porque «puede que lo haga, o puede que no. Confiamos, sin que podamos suponerlo con demasiada alegría, en que si vamos a confesarnos, nos arrepentimos, suplicamos el perdón, y nos encomendamos no lo hará. Pero no hay razón para pensar que, de no actuar así nosotros, dejará el pecado de manifestarse».

Otro ejemplo, se encuentra en el pecado no grave de Moisés de dudar ante todos los demás que Dios obrará nuevos prodigios por la rebeldía de su pueblo y no brotará agua de la peña tal como le había dicho. Por ello: «Moisés fue alejado de la Tierra Prometida por hablar imprudentemente con los labios. ¿Fue por ello «borrado del libro de la vida»? ¿No estaba acaso en estado de justificación, aún bajo el castigo? Y ¿acaso no nos enseña este gran santo a enfrentar la perspectiva del Juicio de Dios cuando suplica encarecidamente a Dios que le perdone lo que parece un pecado tan insignificante, y que le deje cruzar el Jordán?»[32].

También en este caso: «el Altísimo permanece inalterable en su cólera. Tal como cuenta Moisés: «y el Señor no me escuchó, sino que me dijo '¡Basta ya! ¡No me hables más de esto!' (Dt 3, 26)». Advierte Newman que, sin embargo: «Moisés,aunque no hubiese conseguido todo lo que pretendía con su ardiente plegaria, al menos logró unaparte: su castigo fue aliviado, siéndole permitido subir al monte Pisgá (Nebo) para contemplar la Tierra Prometida»[33].

1496. --¿Cuál debe ser la actitud del cristiano ante las penas temporales, que nos inflinge Dios aún después de perdonar la culpas por los pecados?

--Todo lo expuesto lo sintetiza Newman de este modo: «cuando un cristiano ha faltado en algo por cualquier concepto, con escándalo o en secreto, parece que el perdón no le viene explícita y definitivamente prometido en la Escritura como cosa evidente. Y el mero hecho de que más tarde se vuelvan mejores, y recuperen el favor de Dios, no decide la cuestión de si ha sido enteramente perdonado o no. Porque David fue restaurado en la amistad con Dios, pero no escapó al castigo».

El cristiano no sabe si: «le queda un remanente de la deuda contraída por sus pecados pasados, y si estos siguen operando en contra suya». Como David, «más o menos todos hemos pecado contra su gracia, muchos de nosotros gravemente. Y san Pablo y los otros apóstoles nos ofrecen poca información sobre las consecuencias de estos pecados. Dios puede perdonarnos lo mismo que puede castigarnos. En un caso y en otro, nuestro deber consiste en abandonarnos en sus manos, para que pueda obrar según su voluntad. «Es el Señor», dijo el piadoso Elí, cuando el Juicio cayó sobre él, «dejen que Él haga lo que le parezca bien» (1 S 3, 18)»[34].

Newman indica que lo que debe hacerse es pedir a Dios que: «no nos abandone en nuestro miserable estado; que nos tome allí donde estemos, y haga que le obedezcamos en las circunstancias a las que el pecado nos ha llevado. Pidámosle que obre en nosotros todo arrepentimiento y justicia, puesto que no podemos hacer nada por nosotros mismos, y nos haga capaces de odiar verdaderamente al pecado, confesarlo honestamente, aplacar constantemente su ira, corregir diligentemente sus efectos, y soportar sus juicios alegre y virilmente»[35].

De manera que también hay suplicar: «el espíritu de fe y esperanza para no quejarnos ni desesperar, o considerarlo un amo tiránico; que amorosamente podamos aprender a adorar la mano que nos castiga, o como dicen, a besar la vara que nos hiere por áspera y larga que nos pueda parecer; de este modo que podamos poner la mirada en el final de todas las cosas, que no tardará, y en la Venida de Cristo que por fin nos salvará; y no nos desanimemos por lo áspero del camino, ni abandonemos nuestro lecho de espinas»[36].

También Garrigou-Lagrange afirma que: «La voluntad creada, rebelada contra el orden divino, debe, aun después del arrepentimiento, sufrir una pena; al alejarse de Dios, se ve privada del gozo de poseerle durante algún tiempo; y por haber preferido un bien creado, debe sufrir una pena». No es algo extraño. «Hasta en el mismo orden natural no es suficiente que el que ha raptado la hija del rey, la restituya». Su culpa, merece un castigo. Por consiguiente: «No basta cesar de pecar, y ni siquiera arrepentirse, hace falta que el orden de la justicia, una vez violado, sea restablecido con la voluntaria aceptación de una pena compensadora»[37].

1497. --¿Cuál es el lugar del purgatorio?

--A esta cuestión responde Santo Tomás que: «Del lugar del purgatorio no se encuentra en la Escritura nada expresamente determinado, ni pueden aducirse razones eficaces para ello. No obstante, probablemente, y lo más concorde con los dichos de los santos y con la revelación hecha a muchos, el lugar del purgatorio es (...) un lugar inferior, unido al infierno, de tal manera que el mismo fuego que en él atormenta a los condenados purifica a los justos en el purgatorio, aunque los condenados, por ser inferiores en el mérito, serán colocados en lugar más bajo»[38].

Observa sobre la pena de sentido, que se sufre en el purgatorio, que aunque el fuego sea el mismo que el de las penas del infierno, hay una diferencia. Las penas del infierno tienen por fin «afligir». En cambio: «la pena del purgatorio es, principalmente para purificar las reliquias del pecado y, por lo tanto, sólo la pena de fuego se atribuye al purgatorio, porque el fuego purifica y consume»[39].

Explica Santo Tomás que: «Por la sola justicia divina, son purificados los elegidos, después de esta vida, no por ministerio de los demonio, de los que fueron victoriosos, ni por ministerio de los ángeles, que no afligirían dolorosamente a sus ciudadanos»[40]. La pena que sufren las almas del purgatorio es sólo por la Justicia divina, que es misericordiosa.

Comenta Garrigou sobre el lugar del purgatorio, que como: «la Revelación no es suficientemente explícita sobre este punto, por lo que no podemos más que hacer conjeturas. Lo cierto es que las almas separadas de su cuerpos no tienen ya contacto con los que viven sobre la tierra, aun cuando, excepcionalmente, pueden manifestársenos para instruirnos y para pedir nuestros sufragios»[41].

En cuanto a su duración hay que decir que, según la tradición, el purgatorio durará hasta el juicio final. En cuanto a la duración de la estancia en el purgatorio para cada alma debe tenerse en cuenta que, según Santo Tomás, por una parte: «en el purgatorio, se castiga más largamente un pecado venial que otro»[42]. Por otra que: «unos veniales están más adheridos que otros, según que el afecto se incline más a ello y más fuertemente se pegue a los mismos. Y como aquello que más adherido está, más tarda en limpiarse, de aquí que algunos serán más largo tiempo atormentados que otros, según que su afecto estuvo más inmerso en ellos»[43].

En cuanto a este tiempo, observa Garrigou-Lagrange: «En el purgatorio no hay tiempo continuo solar; no hay ya horas, días, años; hay eternidad o evo, que mide lo que hay de inmutable en la substancia del alma, (...) ; y existe el tiempo discontinuo, que mide la sucesión de sus pensamientos (...) y que se compone de instantes espirituales sucesivos, y cada uno de estos instantes puede corresponder a diez, veinte, treinta, sesenta horas de nuestro tiempo solar, como una persona puede permanecer treinta horas en éxtasis, absorbida por un solo pensamiento. No existe, por consiguiente, proporción entre nuestro tiempo solar y este tiempo discontinuo del purgatorio»[44].

Sin embargo, precisa a continuación que: «Si ha sido revelado a alguno que una determinada alma ha sido librada del Purgatorio en un instante dado de nuestro tiempo, este instante corresponde al instante espiritual de su liberación»[45].

1498. --En definitiva, ¿cuáles son las penas que se sufren en el purgatorio?

--A diferencia de su existencia, sobre la naturaleza del purgatorio la Iglesia nada ha definido. En la Suma teológica, Santo Tomás, infiere de los dos aspectos del pecado, el apartarse de Dios y entregarse ilícitamente a las criaturas, que: «En el purgatorio habrá doble pena. Una de daño, a saber, en cuanto les retardará la visión divina; y otra de sentido, en cuanto serán castigados con fuego corpóreo».

Indica, además que: «En cuanto a ambas, las más pequeña pena del purgatorio excederá a la mayor pena de esta vida». Respecto a la pena de daño, a razón es la siguiente: «Cuanto más se desea una cosa tanto más penosa es su privación. Y como el afecto con el que deseen las almas santas el sumo bien, después de esta vida, es intensísimo, porque no se entorpece con la pesadumbre del cuerpo y porque también el momento de disfrutar del sumo bien hubiera llegado, si algo no lo impidiese, por eso se duelen tanto de la dilación»[46].

Garrigou-Lagrange nota que entre la pena de daño eterna del infierno y la pena de daño temporal del purgatorio media una diferencia inmensa respecto a la duración, al rigor y a las consecuencias». Sabemos que: «los condenados no tienen ya esperanza, han perdido toda caridad, blasfeman incesantemente de Dios, a quien odian; tienen una voluntad obstinada en el mal, no se arrepienten de sus pecados como tales y desean la condenación de todo el mundo».

En cambio: «las almas del purgatorio tienen una esperanza asegurada, una caridad inamisible, adoran a Dios, manantial de todo bien; rinden culto a la Justicia divina, están confirmadas en el bien, se arrepienten profundamente de sus pecados como

culpa y como ofensa hecha a Dios, y tienen verdadera caridad para con todos los hijos de Dios y para aquellos aun destinados a llegar a serlo»[47].

Respecto a la mayor intensidad de la pena de sentido, explica Santo Tomás que: «como el dolor no es la lesión, sino la sensación de la lesión, tanto más se duele algo de lo lesivo cuanto es más sensible; por donde las lesiones que se hacen en los sitios más sensibles causan mayor dolor. Y porque toda la sensibilidad del cuerpo le viene del alma, si ésta es herida, por necesidad su aflicción ha de ser máxima». Y, como en el infierno, en el purgatorio: «el alma es afectada por el fuego corpóreo».

Por tanto, «es preciso que la pena del purgatorio, en cuanto a la pena de daño y de sentido, exceda toda pena de esta vida»[48]. Explica Garrigou-Lagrange que el alma del purgatorio tiene un deseo sobrenatural, más intenso que el deseo natural, de Dios: «Ha llegado la hora de ver a Dios; pero Dios, a causa de las culpas no expiadas, niega su visión por un tiempo más o menos largo. Se ha buscado uno a sí mismo, en vez de buscarle a Él; ahora, no se le encuentra»[49].

En conclusión, es necesario afirmar que: «Las penas de las almas del Purgatorio son muy dolorosas; sobre todo la principal (la pena de daño) es bastante difícil de comprender y de expresar. Una cosa nos ayuda, sin embargo, a comprenderla: cuando leemos las predicaciones de los grandes Santos encontramos que son más severos que los oradores corrientes, pero que tienen, no obstante, un amor mucho más ardiente para con Dios y las almas. Esto nos permite vislumbrar la justa severidad del Altísimo y al mismo tiempo su inmenso amor». Observa finalmente respecto a esta severidad que: «si no se pasa el propio Purgatorio en la Tierra habrá que pasarlo más tarde»[50].

1499. --¿Existen otros medios para saldar las penas temporales de los pecados?

--Las llamadas indulgencias son otro medio en la vida terrenal para pagar la deuda de las penas temporales que se deben por los pecados y así evitar que se salden en el purgatorio. El actual Código de Derecho Canónico da la siguiente definición: «La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos»[51].

Explica Santo Tomás que las indulgencias valen: «ante la presencia de Dios, para la remisión de la pena que queda después de la contrición, de la confesión y de la absolución, háyase impuesto penitencia o no. Y el motivo de que valgan es la unidad del Cuerpo místico, muchos de cuyos miembros sobrepasan con sus ejercicios de penitencia la medida de sus deudas».

Precisa, por una parte, que: «Hay muchos que sufrieron pacientemente tribulaciones injustas por medio de las cuales hubieran hecho acreedores a ellas; y es tanta la abundancia de estos méritos, que supera a la pena que deben todos los que actualmente viven. Sobre todo, los méritos de Cristo, que, si bien obra principalmente por medio de los sacramentos, sin embargo, no agota sus posibilidades en ellos; antes bien, por ser infinitos, exceden la eficacia de los mismos sacramentos».

Por otra, que, como: «una persona puede satisfacer por otra, los santos, en quienes existió sobreabundancia de obras satisfactorias, no las aplicaron expresamente por este o aquel sujeto que necesitaba del perdón -de lo contrario, habrían obtenido la condonación, sin necesidad de indulgencias-, sino que las realizaron en general y por toda la Iglesia, como aconteció con San Pablo, quien decía que: «completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24) a la que escribe; en semejantes casos, los referidos méritos son comunes a toda la Iglesia».

Además: «estos bienes, que son comunes a toda una multitud, se distribuyen a cada uno de los miembros de la comunidad según el parecer de quien la rige. Por consiguiente, así como uno obtendría la remisión de la pena si otro satisficiese por él, así también la obtendrá si quien tiene potestad para ello le aplica la satisfacción de otro»[52].

No quiere decirse con ello que quien confiere la indulgencia absuelva de la pena temporal que ha impuesto Dios, porque: «hablando con propiedad, quien gana indulgencias no es absuelto del débito de la pena, sino que se le ofrece un medio para que pague con él la deuda»[53].

Debe tenerse en cuenta que: «la causa de que las indulgencias perdonan la pena no es otra que la abundancia de los méritos de la Iglesia, que son más que suficientes para expiar toda la pena». Por ello, con las indulgencias: «no se deroga en nada la justicia divina, porque nada se perdona de la pena, lo que sucede es que la pena de uno queda compensada por los méritos de otro»[54].

1500. --¿Cual es la actual disciplina indulgencial?

--En el Código de Derecho Canónico se dice también que: «la indulgencia es parcial o plenaria, según libere de la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente»[55]. También que: «Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales como plenarias»[56].

En Constitución apostólica Indulgentiarum doctrinam, el papa Pablo VI escribió sobre las indulgencias: «La Iglesia exhorta a sus fieles a que no abandonen ni menosprecien las santas tradiciones de sus mayores, sino que las acepten religiosamente y las estimen como precioso tesoro de la familia católica». Añadió que: «sin embargo, permite que cada uno emplee estos auxilios de purificación y santificación con la santa y justa libertad de los hijos de Dios, aunque pone de continuo ante su consideración los requisitos más necesarios, mejores y más eficaces para conseguir la salvación».[

Advirtió seguidamente que: «la santa Madre Iglesia, al recomendar nuevamente a los fieles el uso de las indulgencias, como uso muy grato al pueblo cristiano a lo largo de muchos siglos y también en nuestros tiempos, como lo prueba la experiencia, no pretende quitar importancia a las demás formas de santificación y purificación, en especial al santo sacrificio de la misa y los sacramentos, sobre todo al sacramento de la penitencia, ni tampoco a los copiosos auxilios denominados bajo el nombre común de sacramentales, ni a las obras de piedad, penitencia y caridad. Todas estas formas tienen de común el que operan con tanta más validez la santificación y la purificación cuánto más estrechamente se está unido a Cristo, cabeza, y al cuerpo de la Iglesia, mediante la caridad».

Además: «Las indulgencias confirman también la supremacía de la caridad en la vida cristiana. Pues no se pueden ganar sin una sincera metanoia y unión con Dios, a lo que se suma el cumplimiento de las obras prescritas. Sigue en pie, por tanto, el orden de la caridad, en el que se inserta la remisión de las penas por dispensación del tesoro de la Iglesia»[57].

Al final del documento estableció varias normas. Entre ellas, las siguientes: «La indulgencia plenaria solamente se puede ganar una vez al día, salvo (...) para los que se encuentran in articulo mortis. En cambio, la indulgencia parcial se puede ganar muchas veces en un mismo día, a no ser que se advierta expresamente otra cosa (Norma 6)».

En la que sigue se dice: «Para ganar la indulgencia plenaria se requiere la ejecución de la obra enriquecida con la indulgencia y el cumplimiento de las tres condiciones siguientes: la confesión sacramental, la comunión eucarística y la oración por las intenciones del Romano Pontífice. Se requiere además, que se excluya todo afecto al pecado, incluso venial. Si falta esta completa disposición, y no se cumplen las condiciones arriba indicadas, salvo lo prescrito (...) para los impedidos, la indulgencia será solamente parcial (Norma 7).

Se precisa que: «Las tres condiciones pueden cumplirse algunos días antes o después de la ejecución de la obra prescrita; sin embargo, es conveniente que la comunión y la oración por las intenciones del Sumo Pontífice se realicen el mismo día en que se haga la obra (Norma 8)». También que: «La condición de orar por las intenciones del Sumo Pontífice se cumple plenamente recitando un Padrenuestro y un Ave María por sus intenciones; aunque cada fiel puede rezar otra oración, según su devoción y piedad por el Romano Pontífice. (Norma 10)»[58].

Eudaldo Forment


[1] Denzinger-Schonmetzer, Enchiridion Symbolorum, IV, 856.

[2] Ibíd., IV, 857.

[3] Ibíd., IV, 1580.

[4] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 91.

[5] ÍDEM, Suma teológica, Supl., Apend. I, a. 1, in c.

[6] Ibíd., Supl., Apend. I, a. 1, sed c. 1.

[7] Ibíd., Supl., Apend. I, a. 1, sed c. 2.

[8] Ibíd., Supl., Apend. I, a. 1, in c.

[9] Ibíd., Supl., Apend. I, a. 1, ob. 2.

[10] Ibíd., Supl., Apend. I, a. 1, ad 2..

[11] Ibíd., Supl., Apend. I, a. 1, ad 3.

[12] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, 8 vv., v. 4, 7. «Castigo en medio de la clemencia», pp. 135-154, p. 135.

[13] Ibíd., pp. 135-136.

[14] Ibíd., p. 136.

[15] Ibíd., p. 137.

[16] Ibíd., pp. 136-137.

[17] Ibíd., p. 137.

[18] Ibíd., p. 138.

[19] R. Garrigou-Lagrange O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Rialp, 1951, 2ª ed., pp. 200-201.

[20] Ibíd., p. 201.

[21] Ibíd., p. 203.

[22] John Henry Newman, Sermones parroquiales, «Castigo en medio de la clemencia», op. cit., pp. 138-139.

[23] Ibíd., p. 139.

[24] Ibíd., p. 141.

[25] R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit., pp. 198-199.

[26] Ibíd., p. 199.

[27] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la epístola de San Pablo a los colosenses, II, lect. 6,

[28] R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit. p. 199.

[29] John Henry Newman, Sermones parroquiales, op. cit., pp. 141-142.

[30] Ibíd., p. 142.

[31] Ibíd., pp. 142-143.

[32] Ibíd., p. 143.

[33] Ibíd., pp. 143-144.

[34] Ibíd., p. 153.

[35] Ibíd., pp. 153-154.

[36] Ibíd., p. 154.

[37] R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit. p. 198.

[38] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., Apénd. I, a. 2, in c.

[39] Ibíd., Supl., Apénd. I, a. 2, ad 2.

[40] Ibíd., Supl., Apénd. I, a. 5, in c.

[41] R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit., pp. 218-219.

[42] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., Apénd. I, a. 8, sed c.

[43] Ibíd., Supl., Apénd., I, a. 8, in c.

[44] R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit., pp. 221-222.

[45] Ibíd., p. 222.

[46] Santo Tomás DE AQUINO. Suma teológica, Supl., Apénd. I, a. 3, in c.

[47] R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit., p. 204.

[48] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., Apend. I, a. 3, in c.

[49] R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit., p. 210.

[50] Ibíd, p. 207.

[51] Código de Derecho Canónico, cn. 992.

[52] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 25, a. 1, in c.

[53] Ibíd., q. 25, a. 1, ad 2.

[54] Ibíd., q. 25, a. 2, in c.

[55] Código de Derecho Canónico, cn. 993.

[56] Ibíd., cn. 994.

[57] Pablo VI, Constitución apostólica Indulgentiarum doctrina, 1 de enero de 1967, IV, 11.

[58] Ibíd., V. Normas.


Extraído de Infocatolica.com



Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona, donde ostentó la cátedra de Metafísica, que habían ocupado anteriormente los profesores tomistas Francisco Canals Vidal y Jaime Bofill.

Estudioso de la obra, la vida y la época de santo Tomás de Aquino,. además de la enseñanza oral, le ha dedicado una treintena de libros y numerosos escritos.